Los verdaderos buenos momentos con los videojuegos

Como tantas otras veces mientras estoy escribiendo un artículo, un “clic” enciende la bombilla de mis maltrechas neuronas y la clarividencia se abre ante mí. Cierro y dejo el artículo “original” para otro día e inicio rápidamente el nuevo artículo, temeroso por si las musas de la inspiración deciden irse a otro lado.

En esta ocasión el artículo “original” trataba del grato recuerdo que supuso adquirir mi primera consola de sobremesa, pero tras pasar fugazmente por mi cabeza imágenes de una sonrisa de mi hermano pequeño con los mandos en la mano, noches de vicio en compañía e interminables piques con los amigos, uno se da cuenta  que la grandeza de los videojuegos no consiste en a qué jugamos, sino con quién jugamos

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Tengo una consola exclusiva

Veréis: una de las cosas que siempre me ha gustado del mundo de los videojuegos es esa sensación de pertenencia de algo con lo que te identificas. Es decir, que antaño podías vanagloriarte de tener un modesto Spectrum, que no era tan potente como un Commodore pero que tenía un catálogo impresionante de juegos; o fardar de tu Game Boy que palidecía ante una Game Gear pero que oye, tenía el Tetris; o pinchar a tu vecino con la Super Nintendo, el “cerebro de la bestia”.

No es que ahora no exista eso, claro, estamos bastante hartos de ver esos trolls de Sony o Microsoft que no hacen más que reventar hilos en los foros, pero vayamos al fondo del asunto: ¿Qué sentido tiene hoy día identificarse con una plataforma cuando los juegos… son los mismos? Ya matizaremos, claro, la Wii es otra historia pero no necesariamente mejor por ello. El caso es que antes cada máquina tenía una personalidad propia, unos juegos propios al margen de algunos de ellos que podían ser multiplataforma, pero ¿es eso así hoy día? ¿Qué me aporta realmente decantarme por una PS3 o comprar una XBOX 360?

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